En Argentina, donde cada ajuste salarial viene acompañado de un nuevo sobresalto inflacionario, el reciente aumento del Salario Mínimo, Vital y Móvil a $313.400 parece un salvavidas de papel. El gobierno lo presenta como un triunfo frente a la crisis, pero basta pisar el suelo de la realidad para ver cómo esa cifra se deshace entre la canasta básica, las facturas y el costo desgarrador de criar un hijo. El SMVM de junio 2025 debería ser un piso digno. Sin embargo, mientras el Estado celebra esta actualización, el Indec revela que mantener a un niño entre 6 y 12 años excede los $500.000 mensuales. Es decir: el salario mínimo ni siquiera cubre la mitad de lo que necesita la infancia. ¿Dónde queda entonces el "vital y móvil" de su nombre?
Este desfase no es un error técnico: es síntoma de un sistema que desvincula las políticas económicas de la vida concreta. Las familias no sobreviven con porcentajes de aumento, sino con platos de comida, útiles escolares y remedios. Cuando un trabajador formal debe elegir entre pagar el alquiler o comprar leche, algo se rompió en el contrato social. La discusión no puede reducirse a si el SMVM "alcanzó" la inflación. Urge preguntar por qué el costo de la crianza crece tres veces más rápido que los ingresos, cómo se explica que un docente o empleado de comercio gaste su sueldo íntegro en una sola erogación, y dónde están las políticas de alivio para los gastos estructurales.
Se repite que los salarios mejorarán cuando baje la inflación. Pero las familias no pueden esperar. Hoy, un niño que come menos proteínas o abandona actividades extracurriculares por costos acumula desventajas que ningún ajuste futuro reparará. La pobreza no es solo un número: es tiempo perdido, oportunidades truncadas. El salario mínimo debe dejar de ser un indicador económico para convertirse en un compromiso ético. Esto exige vincularlo realmente con la canasta familiar y no con índices abstractos, implementar políticas paralelas como subsidios directos a la crianza y control de precios en productos esenciales, y promover la participación activa de sindicatos y empleadores para diseñar soluciones que trasciendan lo salarial.
Mientras el debate se reduzca a si $313.400 es "mucho o poco", seguiremos ignorando lo esencial: en un país donde trabajar ya no garantiza vivir, la justicia social es una deuda pendiente. Y no se paga con anuncios. Las cifras frías del salario mínimo seguirán siendo insuficientes mientras no reconozcan el calor humano de las necesidades reales. En el corazón de esta discusión no hay gráficos ni porcentajes, sino familias que merecen algo más que sobrevivir: merecen vivir con dignidad.
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